miércoles, 25 de febrero de 2015

ABRIR LAS PUERTAS DE LO POSIBLE


Cuando un niño o una niña van por primera vez al teatro, la experiencia puede estar teñida de muchos matices según sea la preparación del recibimiento, la actitud de sus acompañantes familiares o escolares, el contenido de la obra a ver o, simplemente, que sea el momento propicio. Todo esto entra en el territorio de lo previsible, más o menos, pero ¿qué pasa cuando el pequeño visitante tiene algún síndrome diagnosticado del espectro autista, o Asperger, o el polémico TDH?
Nos ha ocurrido, no hace mucho, que nos visita al Centro Escénico Pupaclown, un colegio con un niño con una de estas características. El niño tiene pánico a entrar al teatro, le cuesta conectar con su realidad diaria y en éste ambiente se siente agredido y no quiere entrar. La maestra, con gran sentido de la pedagogía, de la de verdad, de la que se adapta a las necesidades de cada niño o niña, y con una gran intuición nos pregunta si el niño puede entrar en el camerino para ver cómo se maquillan los actores, de ésta forma el encuentro con el hecho teatral será más suave y seguro, razona.
Le abrimos la puerta del camerino y de las primeras sonrisas para él, que asiste curioso a la transformación. Ahora no tiene problema para sentarse junto a sus compañeros y asistir a la representación, que sigue a su manera, con su mirada de niño desconectado que quizás sueñe con mundos inimaginables para nosotros.
Al acabar la función la actriz sale a buscarlo y le saluda con la finalidad de cerrar un proceso abierto para que un niño perdido encuentre un camino hacia sí, aunque sea momentáneo. El niño, de pronto, y ante la sorpresa de su maestra, se abraza a la actriz y le dice:
-          Más tarde te ver”.
La maestra nos traduce el significado: Nos volveremos a ver otro día.

Y todos se fueron con su algarabía característica, niños y niñas con infinidad de diferencias y con las ganas de vivir que hacen posible lo imposible. Y si les abrimos las puertas a lo posible entonces puede suceder lo imposible.


Foto Satur Espín

miércoles, 18 de febrero de 2015

LA TENSIÓN DRAMÁTICA



Muchos actores y actrices saben de la tensión dramática, esa cosa difícil de definir y que convierte el falso momento teatral en una puerta a lo sublime. Uno de los grandes logros del hecho teatral es la devolución del tiempo transcurrido sobre el escenario como un instante eterno, detenido ante el gesto y la expectación. Ocurre pocas veces, pero cuando tiene lugar, todo cobra un sentido mítico. Un actor, o una actriz, están contando una historia con la sinfonía de sus movimientos y el vuelo de sus palabras y, en un determinado momento, suspenden el tiempo sobre la espera del desenlace. Es el “y de pronto…” de los cuentos. El momento detiene el flujo de la lógica, la espera se vuelve contemplativa, algo importante va a suceder, el desenlace, imprevisible, puede marcar rumbos insospechados. Ante ésta atención plena se concentran todas las energías del cosmos congregadas en ese instante por el actor demiurgo. Es la mirada del niño que descubre a cada momento algo nuevo y fascinante, serena, confiada, agradecida, esa mirada que conservamos dentro hasta que alguien la convoca para que de fe de las infinitas maravillas que nos rodean, de los infinitos mundos que se crean a cada instante, contenidos unos dentro de otros en singular conjunción. Esa tensión dramática nos recorre toda la vida para ofrecernos miradas de nosotros mismos, pues al fin y al cabo todo lo que hay afuera es el reflejo de lo que hay dentro.


Desierto de Atacama en septiembre tras la lluvia

martes, 10 de febrero de 2015

ENSÉÑAME A VIVIR


Es muy corriente presenciar escenas en las que se les dice a los niños, a veces con mucha rudeza, lo que han de hacer. Y siempre es por su bien, nos justificamos. No pensamos que están aprendiendo a ser, que necesitan modelos y no órdenes, la mayoría de las veces incomprensibles e injustas, fruto de nuestro propio fracaso. Y en éste estado pretendemos que “aprendan”. La educación es algo muy sutil que va calando y recreando formas nuevas donde antes solo había candidez e ingenuidad, ese estado creativo con el que nacemos y que vendemos por el camino a cambio de una muestra de amor duradera, la que sea. Lo malo es que nunca es suficiente. Ya hemos dicho en otras entradas de la importancia de amar y ser amado, es la única forma de crecer como seres y llegar hasta el final con una sonrisa en los labios y lúcida esperanza.
Y todo esto viene a cuento del cuento que os pegamos a continuación. Es de Anthony de Mello, de su libro “La oración de la rana”.
 “Al darse cuenta de que su padre se estaba haciendo viejo, el hijo de un ladrón le pidió:
-          Padre, enséñame tu oficio, para que, cuando te retires, pueda yo seguir la tradición de la familia.
El padre no dijo ni palabra, pero aquella noche se llevó al muchacho consigo para asaltar una casa. Una vez dentro, abrió un gran armario y ordenó a su hijo que averiguara lo que había dentro. Apenas el muchacho se había introducido en el armario, el padre cerró violentamente la puerta y dio vuelta a la llave, haciendo tanto ruido que logró despertar a toda la casa. A continuación, se largó tranquilamente.
En el interior del armario, el muchacho estaba aterrorizado, enojadísimo y preguntándose cómo iba a arreglárselas para escapar. Entonces tuvo una idea: comenzó a maullar como un gato; con lo cual, un criado encendió una vela y abrió el armario para dejar salir al gato. En cuanto se abrió la puerta, el muchacho saltó afuera y todo el mundo se fue tras él.
Al topar con un pozo que había junto al camino, el muchacho arrojó en él una enorme piedra y se ocultó en las sombras; al cabo de un rato logró escabullirse, mientras sus perseguidores escudriñaban el pozo con la esperanza de descubrir en él al ladrón.
De regreso a su casa, el muchacho se olvidó de su enfado, impaciente como estaba por relatar su aventura. Pero su padre le dijo:
-          ¿Para qué me cuentas esa historia? Estás aquí, y eso es lo que importa. Ya has aprendido el oficio.”


Así es la educación, debe enseñarte a vivir.

Dibujo cedido amblemente por Mónica Carretero

miércoles, 4 de febrero de 2015

LA PÉRDIDA

“No hay nada más amado que lo que perdí”, cantaba Serrat y quizás tenga razón. Todos afrontamos pérdidas, todos los días y a todas horas. Perdemos células (las cambiamos por otras nuevas), pelo, uñas, juventud, posesiones, amigos, seres queridos… Pero hay pérdidas que nos duelen  y otras que no. Y todas son lógicas, necesarias, es la dinámica de la vida.

El problema viene cuando tenemos que afrontar pérdidas que no queremos aceptar, cuando el dedo del destino señala en el lugar más inesperado o a la persona más querida. Entonces caemos en el abismo y no hay comprensión ni creencia que nos consuele, no aceptamos lo que nos llueve con rabia. A nosotros, no. A mí no me puede pasar algo así. He sido bueno, buena ¿por qué entonces éste golpe tan mezquino? ¿Dónde está Dios? ¿De qué va todo esto? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué sigo viva?

Estas mismas preguntas nos las hacemos cuando presenciamos atónitos el gran desastre  que el humano provoca con guerras inadmisibles en las que siempre sufren los más débiles y desfavorecidos. O cuando no somos capaces de ayudar a los que mueren de hambre por las eternas sequías, y no será por falta de recursos en todo el planeta.

Es entonces cuando, si nos recluimos en nuestro interior, y conseguimos un poco de calma en los aullidos de nuestros lobos personales, podremos percibir con algo de nitidez que la vida es lo que es, que tiene una lógica interna difícil de comprender, unas leyes inexorables exentas de moralidad o compromiso, que el hálito que todo lo interpenetra está más allá de nuestra estrecha visión y de nuestros apegos esenciales. Entonces sólo nos queda respirar el momento y hacer nuestra aportación al universo, construir nuestro bosque, metáfora de la creación, ordenar nuestro alrededor con una sola intención: hacer que la vida fluya sin pretender que haga los meandros que a nosotros nos interesa. Aceptar el curso de éste río vivificador y navegar con él hasta el océano, último refugio tras el último suspiro. Y sonreír en silencio ante tanta magnificencia.