Muchos actores y actrices saben
de la tensión dramática, esa cosa difícil de definir y que convierte el falso
momento teatral en una puerta a lo sublime. Uno de los grandes logros del hecho
teatral es la devolución del tiempo transcurrido sobre el escenario como un
instante eterno, detenido ante el gesto y la expectación. Ocurre pocas veces,
pero cuando tiene lugar, todo cobra un sentido mítico. Un actor, o una actriz,
están contando una historia con la sinfonía de sus movimientos y el vuelo de
sus palabras y, en un determinado momento, suspenden el tiempo sobre la espera
del desenlace. Es el “y de pronto…”
de los cuentos. El momento detiene el
flujo de la lógica, la espera se vuelve contemplativa, algo importante va a
suceder, el desenlace, imprevisible, puede marcar rumbos insospechados. Ante
ésta atención plena se concentran todas las energías del cosmos congregadas en
ese instante por el actor demiurgo. Es la mirada del niño que descubre a cada
momento algo nuevo y fascinante, serena, confiada, agradecida, esa mirada que
conservamos dentro hasta que alguien la convoca para que de fe de las infinitas
maravillas que nos rodean, de los infinitos mundos que se crean a cada
instante, contenidos unos dentro de otros en singular conjunción. Esa tensión
dramática nos recorre toda la vida para ofrecernos miradas de nosotros mismos,
pues al fin y al cabo todo lo que hay afuera es el reflejo de lo que hay
dentro.
Desierto de Atacama en septiembre tras la lluvia
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